Lacismo y Masonería

La Francmasonería actual, es decir, la de tipo especulativo, ha recogido uno de los principios básicos que estaba en la base de la actuación de nuestros antepasados operativos, la libertad; querían ser libres, tanto espiritual como socialmente, entre otras cosas, para no depender de los poderes políticos feudales que sólo admitían siervos de la gleba o súbditos, a los que únicamente se les permitía el producir o guerrear en beneficio de sus señores y que no gozaban de derechos ni de instrucción.
 
Esta libertad que los francmasones operativos reclamaron y obtuvieron, les sirvió para poder avanzar en el perfeccionamiento de su Arte y transmitir el conocimiento profundo de la Humanidad a través de los símbolos labrados en la piedra, y para organizarse y ayudarse fraternalmente.
 
La Francmasonería actual, exige a cualquier ser humano, como requisito básico, para poder integrarse en la misma, que sea una persona libre.
 
La mente de cualquier francmasón debe ser libre, absolutamente, siempre y en todo momento, para buscar la Luz que le debe guiar en la búsqueda de la Verdad, punto omega al que aspiramos llegar y que nunca alcanzaremos en nuestro camino terrenal.
 
Cada uno de nosotros, en nuestro camino, logramos aprehender una parte de la Verdad, que puede no ser, en absoluto, coincidente con la de otros y sin que ello suponga superioridad de una verdad sobre otra.
 
De ahí que la verdad personal casi nunca sea cómoda en nuestras relaciones y de forma especial cuando median convicciones o creencias.
 
En este camino personal que todo francmasón realiza en búsqueda de la Verdad se encuentra siempre con los inexorables enemigos de la misma como son el dogmatismo con sus acompañantes el fundamentalismo y la intolerancia, la insolidaridad manifestada actualmente por una competitividad desenfrenada y a una globalización económica con concentración de beneficios en unos pocos y el individualismo en base a la desigualdad de los seres humanos con aparición de xenofobia y racismo.
 
De ahí que la Francmasonería se haya erigido en todos los tiempos como una acérrima defensora de la Razón y de que todos los seres humanos nacen iguales y con los mismos derechos y deberes.
 
No es casual que la francmasonería especulativa y el librepensamiento se remonten al Siglo XVII y XVIII y más concretamente al período de la Ilustración.
 
Durante el Siglo de las Luces, numerosos pensadores, vieron en la Razón el elemento esencial del progreso humano.
 
De su mano se podían destruir ancestrales creencias que sólo producían inmovilismo y bajo su luz los hombres podían adentrarse en el estudio de la naturaleza y sus mecanismos, llegando a explicaciones lógicas de cuanto acontecía en su entorno.
 
Un movimiento ideológico de estas características debía prender con fuerza en la España de finales del Siglo XIX, dominada por el oscurantismo y el caciquismo, en aquellas personas que no aceptaban resignadamente esta situación.
 
Desde los primeros años de la década de 1880 existieron en España organizaciones librepensadoras.
 
El librepensamiento y la masonería están profusamente unidos tanto en su dimensión internacional como en la referida a España.
 
Algunos de los más destacados representantes del librepensamiento español fueron francmasones, y las ideas librepensadoras se encuentran en multitud de documentos firmados por organizaciones francmasónicas.
 
Globalmente se puede afirmar que los establecimientos masónicos y los propios francmasones constituyeron un amplio apoyo del movimiento librepensador llegando, en ocasiones, a confundirse.
 
La decadencia del movimiento librepensador en España coincidió con la crisis de la masonería en los últimos años del Siglo XIX, pero las ideas librepensadoras no desaparecieron del discurso masónico.
 
Asimismo la institución masónica puede ser catalogada como plenamente favorable a todo lo científico y a sus avances sin ningún tipo de recelos.
 
No podía ser de otro modo.
 
Uno de los grandes principios masónicos, grabados en el frontispicio de su edificio filosófico, es el progreso de la humanidad.
 
Consecuente con ello, todo lo que suponga un avance social, una mejora material o espiritual del común de los hombres, y la Ciencia proporciona multitud de ejemplos de ello, recibelos beneplácitos de la masonería.
 
En la declaración de principios de la Gran Logia Española, vigente durante la II República se especifica que «la Masonería no reconoce más verdades que las que se fundan en la razón y la ciencia, y con los resultados obtenidos por esta última combate las supersticiones y los prejuicios sobre los cuales fundan su autoridad todas las Iglesias».
 
Como muy bien señala algún autor, el librepensamiento es un ejercicio de alto riesgo que como se puede constatar en muchos momentos de nuestro devenir histórico ha llevado a muchas personas buenas y generosas al destierro e incluso a la muerte, todo ello realizado por aquellos que se hallan en posesión de la «Verdad» y que además creen tener y así lo manifiestan a «Dios» de su parte, ya que exigen que todos compartan su «Verdad» que tiene un valor absoluto y no es discutible.
 
El librepensamiento es propio del ser humano que ha evolucionado y que pone la Razón por encima de otras consideraciones acomodaticias cubiertas, casi siempre, por el manto de una religiosidad basada en prejuicios y dogmas indiscutibles y que considera a la humanidad como menor de edad, todo ello en beneficio de unas determinadas oligarquías que han hecho un ensamblaje perfecto entre el «Trono y el Altar» para mantener sus privilegios y su dominación sobre los diferentes grupos humanos.
 
Las castas políticas y religiosas han ido desde los tiempo santiguos, y durante muchos años, estrechamente unidas y de común acuerdo para dominar a la humanidad, ya que ello les resolvía a ambas su necesidad de defensa: defensa material contra el hombre mismo y los animales salvajes y dañinos, y defensa espiritual contra las fuerzas ciegas y brutas de la naturaleza.
 
Por ello la esencia del librepensamiento es su lucha contra las imposiciones ideológicas y los dogmas religiosos manteniendo como elementos básicos en su pensamiento la no aceptación, sin discusión y críticamente, de las ideas del poder establecido, el rechazo de la validez legitimadora de lo que algunos malentienden por tradición y la crítica de las autoridades establecidas.
 
Por ello, al margen de planteamientos personales preconcebidos, si algo externo se demuestra que es verdadero y real, cabe éticamente la obligación de reconocerlo como tal, aunque nos cueste.
 
Las corrientes librepensadoras lograron a partir del S. XVIII romper con el Antiguo Régimen, traer el constitucionalismo, los Derechos del Hombre, la democracia, nuevos conceptos educativos, etc., logrando con ello un avance de la humanidad, pero hoy, desgraciadamente, la existencia de corrientes ideológicas que defienden el pensamiento único, el ocaso de las ideologías, la globalización y manipulación de la información, la expansión de concepciones que inculcan los valores de que uno vale por lo que tiene y no por lo que es, etc., hace que el librepensamiento continúe siendo necesario ya que la humanidad solamente avanza a partir de personas que en un momento dado plantean aquello que no se puede plantear, preguntándose sobre las razones o los motivos de aquellas cosas que son tenidas como evidentes y señalan que la Verdad, necesariamente, no es la que nos dicen los libros, por sagrados que sean, ni mucho menos por los medios de comunicación de masas que nos invaden.
 
El camino histórico del librepensamiento suele correr parejo al del tortuoso y conflictivo proceso de secularización, secularismo o laicismo.
 
Laicismo entendido, en primera instancia, tal como es definido en el Diccionario de la Lengua Española como la «doctrina que defiende la independencia del hombre o de la sociedad, y más particularmente del Estado, de toda influencia eclesiástica o religiosa».
 
De ahí que el S. XVIII sea el momento de la gran eclosión laicista de la historia de la humanidad.
 
Pero para centrarnos en el tema del laicismo creo que mejor que la definición de la Academia de la Lengua es la que nos suministra Albert Bayet al señalarlo como «la idea de que todos los seres humanos – sean cuales fueren sus opiniones filosóficas o creencias religiosas- pueden y deben vivir en común dentro del respeto por la verdad demostrada y en la práctica de la fraternidad. Quienquiera que de buena fe, piensa que el hombre debe amar a sus semejantes, es un laico».
 
De aquí que ya a partir del siglo XVII, comiencen a aparecer, sin ningún tipo de temeroso disimulo, tolerantes posturas teológicas, tanto cristianas como sincréticas, o laceradas y rotundas teorías antirreligiosas y ateístas.
 
Como ejemplo de las primeras, las cristianas, tomemos al movimiento espiritual inglés de los «buscadores» y a su legítima y tolerante herencia cuáquera; como ejemplo de teologías sincréticas, escojamos el sin duda admirable deísmo francmasónico y su aneja y revolucionaria – por adelantada- reivindicación de religión natural; como ejemplos de manifiestos claramente antirreligiosos, recordemos la obra del librepensador Isaácus Vossius (1618 – 1689) y por último, como muestra de las incipientes reflexiones ateas de nuestra historia moderna, valga tomar como paradigma la obra del célebre cura ardenés Jean Meslier (1664 -1729).
 
Desde comienzos del Siglo XX hasta la fecha, el conflicto entre liberales y reaccionarios continúa planteándose en los mismos términos que en siglos anteriores. Por una parte están quienes desean la absoluta neutralidad religiosa del Estado, el matrimonio civil, el divorcio, la enseñanza laica y la libertad religiosa completa, con plena igualdad de derechos y deberes para todos los hombres y para todos los credos (llámeselos como se los llame, éstos son laicistas en sentido estricto). Por la otra parte están los defensores del retorno a la concepción medieval de la vida, en la que el hombre sólo gozaba de la «libertad» de someterse a la voluntad absoluta de la Iglesia católica «sociedad perfecta» de origen divino, que no puede estar bajo ninguna autoridad laica.
 
Un ejemplo claro de estas posturas, propias de concepciones periclitadas, nos lo da la Enciclopedia Espasa al definir el laicismo como «la intromisión del poder civil en los asuntos eclesiásticos. Significa el sistema doctrinal que se propone arrancar de la sociedad y de la familia la influencia religiosa. Tiene varios grados: unos intentan cercenar de las instituciones la religión católica, otrostoda religión positiva y los más radicales aún la idea de religión».
 
En la actualidad las posturas iniciales del laicismo continúan teniendo vigencia. Algunos pensadores cristianos que defienden el laicismo señalan, sin embargo, que si se admite que las religiones poseen unos valores positivos para la ciudadanía, el estado laico debe auspiciar y ayudar al desarrollo de estas confesiones. A mi modo de ver ello no responde realmente a una auténtica defensa de la igualdad, sino que de, modo encubierto, se pretende que perduren las influencias y las concepciones que existían anteriormente. Otros pensadores consideran que las ideas y creencias religiosas son nefastas para la humanidad y por ello defienden que el estado laico actúe beligerantemente frente a ellas.
 
Nosotros creemos que el laicismo significa defensa de la libertad de conciencia, por lo que no es ni proclama de ateismo, ni movimiento antirreligioso; es espíritu de libertad y nace de la necesaria secularización de la ciencia, la filosofía, la historia y las instituciones. Sostiene que el Estado, como entidad de derecho, no puede profesar culto alguno; que especialmente en la democracia, la educación es una función primordial del Estado; que la educación laica es el método educativo específico de la democracia; que el Estado debe proponerse formar hombres libres, ciudadanos y no súbditos, con discernimiento propio y que, no es posible fundar en el dogma la educación del hombre libre; y que, además, el laicismo escolar es la condición «sine qua non» para que la libertad de cultos no sea una ficción carente de valor real. El laicismo significa, esencialmente, una alteración de la relación entre el mundo y la religión; en lugar de ocupar ésta el lugar central y dominante de todas las actividades humanas, como ocurrió en cierta fase de la historia de Occidente, y actualmente ocurre en varios países, especialmente musulmanes, se la reduce a lo que debe ser su propia esfera, el fuero de la conciencia personal.
 
En resumen, yo diría que el laicismo es la defensa integral de la conciencia humana contra toda coerción, invasión o cercenamiento de origen dogmático, ideológico o político. En las filas del laicismo que predica y practica la más amplia y generosa tolerancia y fraternidad caben, por cierto, muchos matices de la cosmovisión humana, y así es posible que entre ellos haya liberales, cristianos, judíos, agnósticos, librepensadores, racionalistas, socialistas, positivistas y ateos, sea cual fuere la doctrina metafísica o la postura ante lo incognoscible de cada uno de sus miembros. Todos ellos bajo el común denominador del laicismo, no luchan por destruir a determinada religión o a todas las religiones, y sólo pretenden que el Estado y sus instituciones e instrumentos fundamentales, el gobierno, la justicia, la educación, las fuerzas armadas, la legislación, se mantengan apartados de toda injerencia o influencia de una religión y de sus ministros, que no hacen a la esencia de la democracia.
 
Porque el laicismo, como es lógico, se siente consustancial con la democracia y sabe que sus ideales sólo pueden lograrse plenamente en una sociedad democrática, entendiendo por democracia, libertad -libertad de expresión, de prensa, de conciencia, libre acceso a las fuentes de información-; libertad que lleva el reconocimiento implícito de la libre autodeterminación y dignidad de la persona humana, desde su infancia.
 
Laicismo no es otra cosa que un marco de relación en el que los ciudadanos podemos entendernos, sin entrar en temas a los que cada individuo aplicamos nuestras íntimas convicciones personales. Laicismo es levantar puentes que nos permitan comunicarnos desde la desigualdad, pero en convivencia, porque se trata de unir lo diferente. Laicismo es sinónimo de tolerancia y, en contra de lo que se manifiesta a veces, ser laico no lleva aparejado sentir fobia hacia lo sagrado ni arremeter desaforadamente contra la Iglesia católica ni contra ninguna otra Iglesia. El laicismo carece de connotaciones doctrinarias y no se ve obligado a luchas anticlericales, aunque las doctrinas sean legítimas, y sea legítimo también no estar de acuerdo con ciertas posturas del clero. Gracias a esta concepción del laicismo nos es dado ver en cada uno de nuestros conciudadanos a seres libres e iguales a nosotros, sin que nos deba importar la etnia a la que pertenezcan, el partido político al que voten o las convicciones que zarandeen su espíritu. Hay ámbitos para lo común, que el laicismo hace cómodos y ámbitos que deben permanecer en el «sancta santorum» que los seres humanos llevamos dentro de nosotros.
 
El laicismo jamás ha de ser cátedra de dogmas, sino pantalla de opiniones que las personas sabrán elegir responsablemente para sí; no señala posturas a tomar sobre asuntos como el divorcio, la homosexualidad, la eutanasia, las terapias genéticas, limitándose a permitir la reflexión sobre éstos y sobre otros temas que unos pocos intentan hacérnoslos mirar desde «su» verdad. Gracias al laicismo hemos aprendido a respetar el modo en el que cada ser humano afronta el Misterio sobrecogedor, fascinante e inmenso que nos envuelve a todos y que algunos solucionan apostando por Yahvé, otros por Alá, otros por Cristo y otros relegando cualquier aceptación metafísica.
 
Hemos de ser conscientes de que el hecho religioso es de suma trascendencia para gran parte de los seres humanos, por lo que debemos sentirnos dispuestos a levantar nuestra voz con la finalidad de que nadie sufra persecución por la fe que ha elegido. El laicismo es luchar por lo nuestro, es abrir ventanas de comprensión y de justicia y es luchar sin tregua contra los fanatismos que perturban y distraen en la tarea común del bienestar irrevocable del hombre, para que haya libertad, paz y justicia.
 
Un campo donde los postulados propios del laicismo encuentran su mayor aplicación es el de la educación. De ahí que se hayan desarrollado grandes esfuerzos por conseguir una enseñanza basada en la racionalidad y en la no introducción ni establecimiento de dogmas religiosos. Librepensadores y francmasones han incidido fuertemente en este terreno. Pero muchas veces al hablar de masonería y educación se tiende a pensar en la actuación de la masonería en el campo de la enseñanza, por medio de diversos tipos de instrumentos: centros docentes; presiones en la orientación de la política educativa; influencias de políticos con vínculos masónicos y con responsabilidades en la administración educativa,.. Sin restar importancia a tales aspectos centrados en la actuación de la masonería en el mundo externo a ella, quedarnos sólo en ellos seria conocer sólo una parte de la realidad. Porque la educación puede y debe ser contemplada como una actividad interna de la masonería.
 
La masonería es, por definición una orden iniciática. Y como tal, debe ser considerada como una escuela de formación de sus integrantes. Para alcanzar esas metas la masonería dispone, prioritariamente, de los trabajos en las logias. Desde esa perspectiva educativa, el objetivo de la masonería no es inculcar a sus adeptos, un conjunto de conocimientos y verdades, sino, fundamentalmente, principios filosóficos y un sistema de valores. Según nos enseña la propia historia de la orden, el ideal de hombre que la masonería quiere formar debe estar en posesión de tres cualidades básicas. Ha de ser una persona ilustrada, moral y libre. Ilustrada para que pueda aportar, con su estudio, algo en la tarea de progreso que la masonería propugna. Moral para que distinguiendo el bien del mal, contribuya a la felicidad propia y de los que le rodean. Libre porque sin libertad no se puede ser responsable. Y sin responsabilidad no se puede afirmar la persona. Otros sectores masónicos, especialmente en algunos países europeos e hispanoamericanos, han dado un matiz especial a esta última cualidad, interpretando la libertad en el hombre, como la ausencia de presiones externas, fundamentalmente provenientes de la Iglesia Católica.
 
Después de la dura lucha desarrollada desde el Siglo XVIII en que la Iglesia y el Estado se disputaron la escuela y la universidad, el laicismo moderno ha tenido que levantarse frente a las pretensiones de algunos de revitalizar a la Iglesia como poder político y ha tenido que levantar, una vez más, su voz respecto de las sectas y grupos religiosos excluyentes con signos de limpiezas étnicas.
 
Se ha dicho que en los 40 años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial se registraron 88 conflictos armados, mientras que desde 1945 han estallado cerca de 200 guerras de alta intensidad, la mayor parte de ellas consecuencia de conflictos étnicos y religiosos (Yugoslavia, Serbia, Ruanda, Somalia, Sudán, Burundi, Georgia, Chechenia, Timor Oriental, etc.) que han constituido peligros de la magnitud de los originados por la Guerra Fría, sin soslayar la actual forma de guerra que constituyen los terrorismos de diversa índole.
 
Algunos católicos, protestantes, musulmanes y judíos quieren resolver sus diferencias con sangre y todos quieren tener un Dios hecho a su medida, que los ampare y favorezca y que, también, los justifique en sus desmanes e intereses, olvidándose de que se puede vivir con tolerancia, como algunas experiencias pasadas nos lo enseñan. Debemos defender denodadamente la universalidad de los derechos humanos, la tolerancia y la solidaridad.
 
Cuando uno comprueba los muchos esfuerzos que se han realizado desde el Siglo XIX por una educación integral y laica, respetuosa con todas las creencias religiosas, pero dejando éstas en el terreno privado y que en nuestro país llevó a muchos pedagogos al sacrificio, no deja de sorprendernos que en la actualidad continúe señalándose como irrenunciable la presencia de la religión en las aulas, tal como algunos medios de comunicación y comentaristas reiteran una y otra vez. No parece que nuestra sociedad haya cambiado tanto.
 
Ninguna doctrina mejor que el laicismo para que los valores inapreciables de la tolerancia y la justicia se desarrollen y crezcan a favor del respeto a la libertad de pensamiento, a la dignidad y destino de esos hombres y mujeres, tantas veces postergados por sus creencias, su raza, su nacionalidad o su educación, que siendo un derecho, les ha excluido. Nada impide tanto el acercamiento entre los seres humanos como la desigualdad en el saber.
 
El laicismo es luchar por lo nuestro, es abrir las ventanas de la comprensión y la justicia y es luchar sin tregua contra todos los fanatismos, que perturban y distraen en la tarea común del bienestar irrevocable del hombre. El laicismo debe iluminarnos y ayudarnos a caminar todos juntos, cada cual con su verdad, para conseguir en el futuro que el pensar en libertad sea lo natural y propio de cualquier ciudadano. Simplemente señalar que la mejor garantía para el desarrollo de las creencias personales es la existencia de un Estado plenamente laico, que practique plenamente la máxima evangélica de»dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César».
 
Josep Corominas y Busqueta.
Preservación del Estado Laico
 
El hecho de que la Organización de las Naciones Unidas haya tomado la decisión de marcar una fecha en el calendario mundial como Día del Estado Laico, habla de la importancia que tiene la preservación, la defensa y la promoción de este régimen social. Yo diría, incluso, que tan importante es su existencia que es una forma de convivencia— sociedad e instituciones— que debería ser globalizada. En lugar de globalizar el hambre y la pobreza, en vez de globalizar la enfermedad y la violencia, en todas sus formas, debería ser globalizado el Estado laico. ¿Por qué el Estado laico? Porque las características o propiedades que lo conforman lo hacen garante de dos grandes valores: de la democracia, pero, sobre todo, de la tolerancia. Las numerosas guerras religiosas, las raciales e incluso las comerciales o económicas tienen como origen fundamental y profundo la intolerancia. Si a los individuos se les inculcara, antes que la religión, el respeto a la diversidad, la comprensión hacia lo que es diferente y una cultura de la equidad, muchos de los conflictos bélicos que hoy producen millones de víctimas no existirían. El hecho de que en el Estado laico la legitimidad del gobierno descanse en la soberanía popular, es decir, en la voluntad del pueblo y no en una religión o autoridad religiosa, lo convierte en garante de principios, convicciones y valores democráticos; y consecuentemente lo hace u obliga a ser respetuoso de la pluralidad política, ideológica, étnica y religiosa. Por ello, la necesidad de su preservación y, más aún, de su ampliación.
 
Y, por ello, también el riesgo de que ciertas fuerzas ultraconservadoras pretendan en México disminuir el Estado laico a través de la política, los medios de comunicación y la educación. A través de la política, porque el gobierno presidido por Vicente Fox ha roto en innumerables ocasiones con el principio de la separación entre Iglesia y Estado. Un principio que desde la teoría política no es indispensable para la laicidad institucional, pero sí para un país que, como el nuestro, ha tenido crueles y sangrientas guerras de religión.
 
Harakiri político
 
Roberto Blancarte —investigador de El Colegio de México— lo ha definido bien: “Cuando un diputado, un presidente de la República o cualquier funcionario de gobierno acude con un líder religioso pensando que va a adquirir mayor legitimidad, lo único que está haciendo es una especie de harakiri político, ya que está acudiendo a una fuente de legitimidad que no es la suya y está minando al mismo tiempo su propia fuente de legitimidad, que es la voluntad popular a través de los ciudadanos…”
 
Dicho en forma más coloquial: no porque un alto funcionario de gobierno bese el anillo papal o acuda públicamente a la iglesia para recibir la bendición de un sacerdote, será considerado por el pueblo un mejor presidente, mejor gobernador o un excelente diputado. En cambio, al acudir con la investidura presidencial a actos litúrgicos, se privilegia a una sola de la religiones y se da la impresión de que se gobierna solamente para una parte de la población; cuando un jefe de Estado, que llegó al poder a través de un proceso electoral democrático, no puede ni debe gobernar en forma selectiva o discriminatoria. Es un representante popular que —como lo indica el término— representa a un complejo abanico de gobernados con ideas diversas, raíces socioculturales diferentes y credos multicolores. La calidad de su representatividad es plural y tiene por ello la obligación política y ética de respetar a cada instante esa diversidad. Pero, además, es necesario hacer hincapié en que no fueron individuos en calidad de creyentes quienes lo eligieron a través de las urnas, sino individuos, en calidad de ciudadanos, quienes le dieron su voto.
 
Educación laica: paz y tolerancia
 
Lo mismo sucede con la educación. El artículo tercero de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos señala que la educación que imparta el Estado deberá ser laica, es decir, que será respetuosa de la libertad de creencias y que, por lo tanto, se mantendrá al margen de cualquier doctrina religiosa. Este requisito es una garantía de que no haya ningún tipo de discriminación en las escuelas y de que no se violen las garantías individuales de nadie, se trate de un católico, de un judío o de un protestante. Y de que, por consecuencia, la educación no sea fuente de conflictos sociales sino, por el contrario, una semilla que haga germinar en los individuos la cultura por la paz y la tolerancia.
 
En España acaba de ocurrir algo que demuestra la tendencia que lleva la Iglesia mexicana en materia educativa. Los Legionarios de Cristo —calificada por la prensa española como orden religiosa ultraconservadora de origen mexicano— compraron en Madrid un colegio laico que alberga a más de mil alumnos. Los nuevos propietarios anunciaron a los padres de familia que la educación en esa institución dejaría de ser laica para convertirse en católica, el director sería, a la vez, un asesor espiritual, se dividirían o separarían a los varones de las niñas y se construiría una capilla. Centenares de padres de familia expresaron su indignación y rechazo, varios de ellos decidieron sacar a sus hijos de esa escuela para inscribirlos en un colegio donde se respetara la laicidad, pero lo más importante de todo es que en las protestas quedó asentada la crítica a una violación constitucional. “Creía —dijo la madre de una estudiante— que vivía en un país en el que tenía el derecho constitucional a elegir libremente la educación de mis hijos, pero ahora se impone esta opción como un hecho consumado y una puñalada trapera”.
 
La proliferación en México de escuelas con una filosofía pedagógica religiosa ha sido un factor de división y discriminación. Mientras los sectores socioeconómicos más desprotegidos de la población mexicana acuden a escuelas públicas y reciben, por lo tanto, educación laica, una élite integrada por la clase más pudiente acude a colegios y universidades privados, generalmente dirigidos por sacerdotes. La visión de país y el concepto de mundo que reciben unos y otros es totalmente diferente. Mientras dentro de la laicidad se inculca el valor de la universalidad, la equidad de género, raza, credo, y está abierta a todos sin distingo alguno, la escuela religiosa pondera el catolicismo por encima de las demás religiones y excluye de sus planteles —directa e indirectamente— a quienes no profesen ese dogma. Ese solo hecho de exclusión marca, por sí mismo, diferencias e inculca odios y resentimientos que no existen dentro de la laicidad. Ese solo hecho demuestra que cuando la religión invade espacios que corresponden especialmente a lo público, deja de ser un factor de unidad nacional para convertirse en causa de hostilidad y antagonismo.
 
Laicismo no es antirreligiosidad
 
Cierto es que el Estado laico no es, ni debe ser, sinónimo de antirreligiosidad; cierto es también que la laicidad tiene como base fundamental el hecho de que las instituciones políticas estén legitimadas principalmente por la soberanía popular y no solamente por la separación Iglesia-Estado; cierto es que la ley garantiza un trato igual a la iglesias, pero también es cierto que la pretensión de la Iglesia católica de ser propietaria de medios de comunicación masiva pone en riesgo —cuando menos en México— la equidad entre las distintas instituciones religiosas. El acceso a los medios, en tal caso, debería ser equitativo. Así como el Instituto Federal Electoral vigila que los partidos políticos tengan una presencia plural y equilibrada en las pantallas de televisión o en las estaciones de radio, las organizaciones eclesiásticas deberían regirse por un reglamento similar. Que todos se expresen, pero sin buscar tener el monopolio de la comunicación.
 
Quiero, para terminar, referirme a un libro de reciente aparición que lleva por título Contra el fanatismo, del escritor israelita Amos Oz. El autor sostiene que la guerra entre árabes y judíos no existiría si no existieran los fanáticos que están tanto en uno como en el otro lado. A eso —dice Amos Oz— se le llama el síndrome de Jerusalem, “todo el mundo grita pero nadie escucha”. “Si los fanáticos pudieran curarse, el conflicto de Oriente próximo ganaría en racionalidad y posibilidades de entendimiento”. “El fanatismo es más contagioso que cualquier virus. Salir del universo fanático no es fácil. Salir del fanatismo es abrirse al Otro y aceptar la complejidad”. Y eso lo da no solamente el Estado laico, sino una cultura de la laicidad que a final de cuentas no es más que una cultura de la tolerancia, que sólo puede crecer dentro de la democracia.
 
Beatriz Pagés

Declaración Universal del Estado Laico

 

A los Estados Nacionales,
A los Gobiernos, Congresos y Parlamentos,
A los Organismos Internacionales,
A los Partidos Políticos y Organizaciones No Gubernamentales,
A las Asociaciones Religiosas,
A los Ciudadanos del Mundo que la presente vieren:
En el marco de la conmemoración del sesquicentenario del triunfo de la Reforma en México y de la celebración republicana por los ciento cincuenta años del nacimiento del Estado Moderno y Laico, en nuestro país, LA SOCIEDAD CÍVICA DE MÉXICO, A. C. Formula la presente
 
DECLARACIÓN UNIVERSAL DEL ESTADO LAICO
 
PRIMERO.- Creer es un ejercicio de la libertad absoluta e inalienable del ser humano, inherente a su facultad de pensamiento; por lo tanto, las Constituciones, las Leyes, los Estados, los Gobiernos, las organizaciones o las personas, no pueden, ni deben, hacerla objeto de ataque, limitación o persecución alguna, alegando supuestas justificaciones en dogmas, mitos o prejuicios y, menos aún, intentar imponer determinada confesión religiosa a Ciudadanos libres e iguales.
SEGUNDO.- El Laicismo es el principio fundacional e inalterable del Estado moderno, el camino a su democratización y sustento pleno e incondicionado de la libertad de las personas para tener, no tener, o cambiar de creencias religiosas.
TERCERO.- El Estado Laico, en nuestro tiempo, ha adquirido la categoría de compromiso histórico, social y de conciencia de los pueblos y las naciones por mantener incólume el postulado de la separación de la religión y lo eclesiástico respecto a los asuntos de política y gobierno.
El Estado Laico reclama, en el mundo entero, gobiernos que sean sus custodios, como garantía de respeto al derecho irreductible de los Ciudadanos a la expresión externa o práctica pública de sus devociones religiosas, mediante ceremonias y actos de culto.
CUARTO.- Constituyen actos de lesa humanidad, violatorios de los derechos fundamentales de las personas y de ataque al Estado, que autoridades, sectas o individuos, denigren, limiten o persigan a un Ciudadano por sus creencias religiosas o su manifestación externa en ceremonias y actos de devoción o culto público.
QUINTO.- Ante la pluralidad de creencias religiosas en el mundo, resulta ilegítimo y contra razón llevar a cabo desde las estructuras del poder público del Estado, acciones a favor de una determinada confesión religiosa en  las que participen funcionarios públicos, así como difundirla mediante imágenes, signos o señales religiosas en la propaganda gubernamental.
SEXTO.- La educación en un Estado Laico, sea pública o privada, está orientada por la ciencia; el conocimiento sobre la naturaleza, el hombre y el universo, exige no mezclarse ni confundirse con dogmas, mitos o doctrinas religiosas.
SÉPTIMO.- En el Estado Laico, los funcionarios públicos pueden tener, al igual que cualquier persona, una creencia religiosa; pero, la prudencia ante sus conciudadanos y el respeto a su propia investidura pública, hace inapropiada su expresión externa mediante ceremonias y actos de devoción o culto público, dada la diversidad de confesiones religiosas en la sociedad, frente a la unicidad y unidad del Estado y del orden jurídico, a los que ellos representan.
OCTAVO.- En toda sociedad, la injerencia de sacerdotes, clérigos o ministros de culto, abierta o subrepticiamente, en la lucha de partidos y facciones, por alcanzar, conservar o recuperar el poder político y la riqueza económica, resulta inconveniente para la armonía social y, por lo tanto, es inadmisible; tal fenómeno constituye una desviación que debe corregirse mediante leyes sabias, a fin de preservar el Estado Laico, única garantía de la paz social, en que se sustentan la libertad, la igualdad y la justicia entre los hombres.
NOVENO.- La confusión y mezcla de religión y política, nacidas del contubernio entre gobernantes y sacerdotes, constituye una cohabitación inmoral, que pervierte la devoción religiosa, pues oculta siempre insanas ambiciones de poder y riqueza de los oficiantes religiosos.
DÉCIMO.- Las doctrinas religiosas y las iglesias que hagan de ellas profesión de fe, jamás serán instrumentos del Estado para el control de las conciencias, al servicio de la dominación política y de la explotación económica. Que ningún Ciudadano, gobernante o gobernado, use el nombre de Dios para justificar la guerra o el crimen.